viernes, 24 de febrero de 2012

kago


Una pregunta: ¿Qué hubiera pasado si el español Max hubiera descubierto a Shintaro Kago antes que a Chris Ware? A mí me gustan ambos pero creo que Kago radicaliza la apuesta sobre el proceso de deconstrucción narrativa y fractalización de la página antes que Ware: en Kago el gore avanza en un sentido distinto al de Junji Ito, por colocar un ejemplo más o menos conocido. El gore acá es una forma de la parodia, una interrogación sobre cómo puede ser representado de modo figurativo el cuerpo y cómo debe ser narrado ese desmembramiento. Quizás acá está el último suspiro del surrealismo, a pesar de que César Aira leída esos procedimientos en las máscaras que Alejandra Pizarnik creaba sobre su poesía. Kago hace un interpretación de aquello. En el surrealismo, el uso de las imágenes y los conceptos siempre estaba en suspenso, sugería la posibilidad inmediata de una lectura más profunda que reconstituyera el sentido de esos símbolos que aparecían desperdigados como escombros de un inconsciente que debía ser rearmado en la contemplación o lectura de la obra. En el caso de Kago, aquello es literal. No hay segundas lecturas, no se simboliza nada salvo la fruición con la que se representa la mutilación y la muerte mientras se elabora -de modo muy sofisticado- una forma de narrar que dé cuenta de aquel desmembramiento.

la tempestad


Un apunte de trabajo: ¿Cuál es rol de "La tempestad" de Shakespeare en "Locke & Key"? No está muy claro. O tal vez sí. Lo que importa es en realidad cierta base mítica que Joe Hill y Gabriel Rodríguez usan para profundizar la narración. Ambas ("La tempestad" y "Locke & Key") hablan de las tensiones entre padres e hijos y cómo el abismo entre ambos -o más bien la ausencia- es el motor del horror. Esto no es nuevo. El viejo Harold Bloom cuando hablaba del "Rey lear" apuntaba a lo mismo: a que la conmoción que la serie provoca tenía que ver con la confrontación que el lector tenía con el hecho de que la figura paterna -y por ende, los lazos que esta forjaba en la sociedad- era representaba desde su descentramiento y desfiguración. "La tempestad" apunta quizás a lo mismo: en el último número publicado, algunos de los personajes (vestidos como los protagonistas de la obra) se sumergen en una caverna donde está la puerta al otro mundo. Rodríguez y Hill arman la obra a partir de esta representación (que es más sofisticada que los números de Sandman donde Gaiman hace aparecer al bardo inglés, que con suerte son ingeniosos o tristes) donde la obra termina repitiéndose sub-terra, reescribiéndose de nuevo con un final horroroso. Queda saber qué va a venir, pero lo que importa es que "Locke & Key" supera con creces el mero uso de la cita culta para colocarse detrás una sombra larga (la del canon) desde donde aspira a ser leída.

jueves, 23 de febrero de 2012

garra



Habría que leer con atención el trazo de aguada de José Gai en "Capitán Garra". Gai ha sugerido que las onomatopeyas de las balas son un homenaje a Pratt pero quizás hay algo más ahí. Mal que mal, las historias del Corto Maltés -"Por culpa de una gaviota", por ejemplo- siempre trabajaron el tema de la amnesia y la anagnórisis. Para Pratt aquella era idea central: los mejores momentos del Corto consistían en las epifanías de una identidad que se revelaba en relación con el orden del mundo. Algunas veces, se trataba de la tradición hermética que se cifrada como esqueleto secreto del relato ("Fábula en Venecia"); otras, del sentido de la aventura como el cierre simbólico -una resaca atroz, la verdad- del proceso del colonialismo decimonónico ("Corto Maltés en Siberia"). Pratt era astuto porque se leía a sí mismo desde el mejor Conrad: una vez que el mapa del mundo ha sido descifrado, lo que importa es el descubrimiento de los puntos cardinales que componen la conquista interior del héroe. Aquello es interesante. El Corto olvida y recuerda o, mejor dicho, aprende a olvidar para aprender a vivir. Aquello también se me ocurre durante la lectura de "Capitán Garra", de José Gai que no poco le debe a Pratt (su sentido de la aventura incesante, la identidad ambigua de los héroes) pero cuyo mejor logro el trazo difuso de aguada que funciona como marca de estilo de Gai y que, además de alejarlo de cualquier manierismo proveniente de su oficio de caricaturista, se transforma en un método para describir el mundo brumoso de un héroe que solo conoce de sí mismo la amnesia y la luz del olvido.

tatsumi


Pocas obras recientes pueden sostener la lúgubre calma de los viejos cómics de Yoshihiro Tatsumi (1935), que sin estridencia recuerdan los cuentos más terribles o perversos de Junichiro Tanizaki. Por lo mismo, nada más inevitable que la lectura de la reciente “A drifting life” (2009), la peculiar autobiografía dibujada del autor, que cubre sus primeros años como dibujante en la posguerra, aquellos en los que creó el concepto de “gekiga”. Pero ojo, “A drifting life” no es “gekiga” puro sino una autobiografía de 900 páginas donde se narra detalladamente cómo un joven (el mismo Tatsumi o una versión suya, acaso más inocente) aprende a dibujar historietas. En medio, transcurren la resaca de la guerra y los fotogramas de la vida íntima japonesa, aquellos espacios íntimos agobiados por la pobreza, el racionamiento y la presencia norteamericana. Tatsumi dibuja todo esto sin apuro; su viaje por la memoria es casi siempre privado: los problemas conceptuales de la narración en imágenes, la intimidad de la familia, la oficina de una editorial, habitaciones hacinadas de todo tipo, un sitio baldío lleno de luciérnagas. Por lo mismo, los mejores –o los más amenazantes o significativos- momentos del libro de Tatsumi son opacos y casi invisibles donde planean la sombra omnipresente y modélica del maestro Osamu Tezuka, el cine como epifanía, el descubrimiento candoroso del héroe de los abismos que puede encerrar tanto el sexo como la página en blanco. Por supuesto, nada mejor que ese candor. Mal que mal, en un mundo donde casi todo es el dejavú de otra cosa, vale la pena contemplar el proceso del mismo Tatsumi, empecinado en inventarse un arte nuevo: el de la viñeta como despeñadero, el del futuro como una infinidad de historias esperando ser dibujadas o contadas.

el apocalipsis en un vaso de martini



No sé por qué, pero recordé los viejos cómics de Serge Clerc que publicaban en la Metal Hurtlant española. Busqué mi copia de "La noche del Mocambo" pero no la encontré. Me encantaba. Siempre me gustó más Clerc que Yves Chaland, aunque Chaland hiciera chistes sobre sindicatos, rompehuelgas y líos espaciales de todo tipo. Clerc era más terrenal: un noir ligero donde ironizaba con la tradición de la historia del rock a ratos. Pero había algo más. Como pocos, Clerc sabía que eso era era solo la cáscara, que lo que importaba era que el rock era el ruido que tapaba la soledad de sus personajes. Eso me gustaba quizás por las mismas razones en que me parecía impostado lo que hacía Daniel Torres, por hermoso que fuese. La melancolía de Clerc no tenía desperdicio: playas vacías, espías tristes, canciones rotas de otro tiempo, atardeceres donde el apocalipsis aparecía en el reflejo de un vaso de martini.