domingo, 4 de marzo de 2012

quimby


Una teoría: ¿cuál es el uso que Chris Ware le da a la animación como tradición o disciplina? Si se lee QUIMBY THE MOUSE, uno podría pensar en varias cosas: aquella recreación de un uso detallado y obsesivo en viñetas que remedan los cuadros del cine de animación. No en vano, por ahí, en algunas páginas la cabeza del gato Félix aparece como un objeto doméstico tirado en los pisos vacíos donde Quimby desliza su pena. Quziás ahí, Ware está volviendo al origen, en ese sentido: el cómic no ejecuta ninguna síntesis. La velocidad de lo que se es la de la exhibición de los rollos de celuloide sin proyectar, en una secuencia interminable que nos obliga a poner en suspenso cualquier clase de lectura elíptica donde construir alguna interpretación. Ware se parece al manga en eso: más que detener el tiempo, lo agota, lo deja seco. Pero hay algo más ahí: quizás las imágenes de QUIMBY THE MOUSE no sean solamente una especie de apropiación de las técnicas de animación sino de los carretes de las viejas máquinas de Super 8. Ahí el resultado sería más drástico: la cita no solo nos devolvería al espacio idealizado (por autores como Crumb, Kim Deitch o, por acá, por el Ariel Dorfmann que venera a Carl Barks) a la artesanía de la historieta y la animación previa a la aparición de los superhéroes sino hacia algo más cercano y doloroso: las imágenes de la vida familiar. A aquella la intimidad que queda grabada 24 cuadros por segundo y que Ware expone secuencialmente sobre el espacio de la página, para hacer trizas la falacia de un espacio feliz (un tiempo original que no ha sido invadido por la tristeza o la violencia del mundo) que nunca existió porque la proyección narrativa de aquellas imágenes era solo un relato falso.

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