sábado, 17 de marzo de 2012

moebius RIP


Todo se reduce a esto, a un hombre de 35 años que a mitad de la década del setenta se aburre de sí mismo y decide ser otro y cómo aquello cambia el cómic para siempre. Todo se reduce a que el francés Jean Giraud murió de cáncer la semana pasada a los 73 años de edad. Alguna vez fue un dibujante de western, alguna vez residió en México,alguna vez coqueteó con el cine y leyó ciencia ficción de modo enfermizo, alguna vez se cambió el nombre por Moebius y ese nombre, Moebius, no requiere presentación alguna. Yo lo seguía desde siempre y, lo confieso, no puedo recordar un mundo sin él. Lo leí a una edad temprana, a una edad que hace daño y ciertas cosas cambian de modo definitivo. Lo leí cuando los viejos editores del Trauko lo publicaban de modo pirata y porque un tío que se murió nos regaló a mi hermano y a mí una vieja revista Tótem; ahí venía “The long tomorrow”, ese noir espacial que hizo con Dan O’bannon en 1975.
Mi hermano debe guardar esa revista por alguna parte, recuerdo, mientras pienso que nunca dejé de leer a Moebius porque siempre me desafiaba, porque sus imágenes estaban siempre suspendidas al borde del asombro; porque nada era demasiado triste para él. En “El Incal” (que guionizó Jodorowsky, con quien trabajó en la mítica y fallida adaptación de “Dune”) todo eso sirve para tejer una space opera que parece una picaresca. En “El mundo de Edena”, “Arzach” o “Venecia celeste”, en cambio, el espacio profundo es quizás una extensión de un pampa y la arquitectura de las megápolis parece la de unas ruinas. Ahí, los rostros de los héroes componen la frenología de lo imposible.
Porque Moebius hacía cómics con una alegría y sin pudor, sacándose de encima lo que sabía hacer desde hace tanto tiempo, dibujando para romperse en pedazos y reinventarse de nuevo una y otra vez. Basta releer los tres tomos publicados en español del “Inside Moebius” para darse cuenta. Ahí, a partir de una anécdota real (el cómo, después de décadas, dejó la marihuana) construye una especie de bitácora donde se enfrenta a sus personajes principales (Arzach, el mayor Grubert, Blueberry) y dialoga con una versión hippie suya. Escrito sobre la marcha y sin guión previo, en el relato el ego del dibujante es descrito como un bunker que queda en medio del desierto que es la página.
Diario de artista, el voluminoso “Inside Moebius” pone sobre la mesa la obsesión del dibujante por descubrir quién es para solo llegar a dudarlo. Y aquella duda es el mayor mérito de todo su obra, esa reinvención continua que ponía en duda hasta el acto mismo de narrar. Quizás por eso no había nadie parecido a él, al punto de que hasta en una obra menor como el “Silver surfer” que hizo con Stan Lee desplegaba el fulgor de una belleza inédita. Como bien anotó en su despedida el dibujante Paul Pope, Moebius “puede parecer una imposibilidad inabordable: no tanto un hombre, en absoluto, sino más bien una fuerza artística imparable e intemporal. Una presencia generosa y brillante: un espíritu vital, viviendo en algún lugar entre las curvas infinitas y líneas y colores que emergen de una mano paciente y firme, siempre nueva y única, siempre firme, sin importar cuántos años hayan transcurrido”.

viernes, 9 de marzo de 2012

una ucronía



Un apunte rápido: Al Columbia, donde quiera que esté, debería dibujar la biografía de Fletcher Hanks. Eso.

domingo, 4 de marzo de 2012

quimby


Una teoría: ¿cuál es el uso que Chris Ware le da a la animación como tradición o disciplina? Si se lee QUIMBY THE MOUSE, uno podría pensar en varias cosas: aquella recreación de un uso detallado y obsesivo en viñetas que remedan los cuadros del cine de animación. No en vano, por ahí, en algunas páginas la cabeza del gato Félix aparece como un objeto doméstico tirado en los pisos vacíos donde Quimby desliza su pena. Quziás ahí, Ware está volviendo al origen, en ese sentido: el cómic no ejecuta ninguna síntesis. La velocidad de lo que se es la de la exhibición de los rollos de celuloide sin proyectar, en una secuencia interminable que nos obliga a poner en suspenso cualquier clase de lectura elíptica donde construir alguna interpretación. Ware se parece al manga en eso: más que detener el tiempo, lo agota, lo deja seco. Pero hay algo más ahí: quizás las imágenes de QUIMBY THE MOUSE no sean solamente una especie de apropiación de las técnicas de animación sino de los carretes de las viejas máquinas de Super 8. Ahí el resultado sería más drástico: la cita no solo nos devolvería al espacio idealizado (por autores como Crumb, Kim Deitch o, por acá, por el Ariel Dorfmann que venera a Carl Barks) a la artesanía de la historieta y la animación previa a la aparición de los superhéroes sino hacia algo más cercano y doloroso: las imágenes de la vida familiar. A aquella la intimidad que queda grabada 24 cuadros por segundo y que Ware expone secuencialmente sobre el espacio de la página, para hacer trizas la falacia de un espacio feliz (un tiempo original que no ha sido invadido por la tristeza o la violencia del mundo) que nunca existió porque la proyección narrativa de aquellas imágenes era solo un relato falso.

locke & key ahora mismo


Ahora mismo deben quedar ocho números por publicar de Locke & Key. Ahora mismo es imposible no tener claro que los vamos a echar de menos cuando la serie de IDW acabe: el guionista Joe Hill es un maestro del horror, pero también de la melancolía, y el dibujante Gabriel Rodríguez no parece tener techo en cuanto a las capacidades gráficas que usa día a día. Ahora mismo, cuando el último arco llamado Clockworks se acerca a su clímax, es posible darse cuenta de que sus autores no sólo han vuelto al cómic una cosa harto más compleja de lo que parecía (una reflexión sobre ese sitio eriazo que es la adolescencia, una colección de homenajes cruzados a la tradición literaria y al cómic contemporáneo), sino que, además, lo han convertido en un relato negrísimo: los viajes en el tiempo sirven para que los hijos espíen a sus padres y ajusten cuentas con ellos. Ahora mismo da un poco lo mismo la magia y lo sobrenatural del cómic, porque lo mejor es esa extraña pena violenta que no sabemos cómo procesar cada vez que un número aparece. Ahora mismo, en Locke & Key se está releyendo a Shakespeare y La tempestad con inteligencia y garbo. Ahora mismo, en las últimas páginas de Clockworks, los padres de los héroes descienden en el pasado a un cueva que es un portal hacia otro mundo, sólo para encontrar los fragmentos de sus deseos despedazados. Ahora mismo, Locke & Key es escalofriante porque es la comprobación de una certeza: es una de las grandes obras del cómic de los últimos tiempos.

viernes, 24 de febrero de 2012

kago


Una pregunta: ¿Qué hubiera pasado si el español Max hubiera descubierto a Shintaro Kago antes que a Chris Ware? A mí me gustan ambos pero creo que Kago radicaliza la apuesta sobre el proceso de deconstrucción narrativa y fractalización de la página antes que Ware: en Kago el gore avanza en un sentido distinto al de Junji Ito, por colocar un ejemplo más o menos conocido. El gore acá es una forma de la parodia, una interrogación sobre cómo puede ser representado de modo figurativo el cuerpo y cómo debe ser narrado ese desmembramiento. Quizás acá está el último suspiro del surrealismo, a pesar de que César Aira leída esos procedimientos en las máscaras que Alejandra Pizarnik creaba sobre su poesía. Kago hace un interpretación de aquello. En el surrealismo, el uso de las imágenes y los conceptos siempre estaba en suspenso, sugería la posibilidad inmediata de una lectura más profunda que reconstituyera el sentido de esos símbolos que aparecían desperdigados como escombros de un inconsciente que debía ser rearmado en la contemplación o lectura de la obra. En el caso de Kago, aquello es literal. No hay segundas lecturas, no se simboliza nada salvo la fruición con la que se representa la mutilación y la muerte mientras se elabora -de modo muy sofisticado- una forma de narrar que dé cuenta de aquel desmembramiento.

la tempestad


Un apunte de trabajo: ¿Cuál es rol de "La tempestad" de Shakespeare en "Locke & Key"? No está muy claro. O tal vez sí. Lo que importa es en realidad cierta base mítica que Joe Hill y Gabriel Rodríguez usan para profundizar la narración. Ambas ("La tempestad" y "Locke & Key") hablan de las tensiones entre padres e hijos y cómo el abismo entre ambos -o más bien la ausencia- es el motor del horror. Esto no es nuevo. El viejo Harold Bloom cuando hablaba del "Rey lear" apuntaba a lo mismo: a que la conmoción que la serie provoca tenía que ver con la confrontación que el lector tenía con el hecho de que la figura paterna -y por ende, los lazos que esta forjaba en la sociedad- era representaba desde su descentramiento y desfiguración. "La tempestad" apunta quizás a lo mismo: en el último número publicado, algunos de los personajes (vestidos como los protagonistas de la obra) se sumergen en una caverna donde está la puerta al otro mundo. Rodríguez y Hill arman la obra a partir de esta representación (que es más sofisticada que los números de Sandman donde Gaiman hace aparecer al bardo inglés, que con suerte son ingeniosos o tristes) donde la obra termina repitiéndose sub-terra, reescribiéndose de nuevo con un final horroroso. Queda saber qué va a venir, pero lo que importa es que "Locke & Key" supera con creces el mero uso de la cita culta para colocarse detrás una sombra larga (la del canon) desde donde aspira a ser leída.

jueves, 23 de febrero de 2012

garra



Habría que leer con atención el trazo de aguada de José Gai en "Capitán Garra". Gai ha sugerido que las onomatopeyas de las balas son un homenaje a Pratt pero quizás hay algo más ahí. Mal que mal, las historias del Corto Maltés -"Por culpa de una gaviota", por ejemplo- siempre trabajaron el tema de la amnesia y la anagnórisis. Para Pratt aquella era idea central: los mejores momentos del Corto consistían en las epifanías de una identidad que se revelaba en relación con el orden del mundo. Algunas veces, se trataba de la tradición hermética que se cifrada como esqueleto secreto del relato ("Fábula en Venecia"); otras, del sentido de la aventura como el cierre simbólico -una resaca atroz, la verdad- del proceso del colonialismo decimonónico ("Corto Maltés en Siberia"). Pratt era astuto porque se leía a sí mismo desde el mejor Conrad: una vez que el mapa del mundo ha sido descifrado, lo que importa es el descubrimiento de los puntos cardinales que componen la conquista interior del héroe. Aquello es interesante. El Corto olvida y recuerda o, mejor dicho, aprende a olvidar para aprender a vivir. Aquello también se me ocurre durante la lectura de "Capitán Garra", de José Gai que no poco le debe a Pratt (su sentido de la aventura incesante, la identidad ambigua de los héroes) pero cuyo mejor logro el trazo difuso de aguada que funciona como marca de estilo de Gai y que, además de alejarlo de cualquier manierismo proveniente de su oficio de caricaturista, se transforma en un método para describir el mundo brumoso de un héroe que solo conoce de sí mismo la amnesia y la luz del olvido.

tatsumi


Pocas obras recientes pueden sostener la lúgubre calma de los viejos cómics de Yoshihiro Tatsumi (1935), que sin estridencia recuerdan los cuentos más terribles o perversos de Junichiro Tanizaki. Por lo mismo, nada más inevitable que la lectura de la reciente “A drifting life” (2009), la peculiar autobiografía dibujada del autor, que cubre sus primeros años como dibujante en la posguerra, aquellos en los que creó el concepto de “gekiga”. Pero ojo, “A drifting life” no es “gekiga” puro sino una autobiografía de 900 páginas donde se narra detalladamente cómo un joven (el mismo Tatsumi o una versión suya, acaso más inocente) aprende a dibujar historietas. En medio, transcurren la resaca de la guerra y los fotogramas de la vida íntima japonesa, aquellos espacios íntimos agobiados por la pobreza, el racionamiento y la presencia norteamericana. Tatsumi dibuja todo esto sin apuro; su viaje por la memoria es casi siempre privado: los problemas conceptuales de la narración en imágenes, la intimidad de la familia, la oficina de una editorial, habitaciones hacinadas de todo tipo, un sitio baldío lleno de luciérnagas. Por lo mismo, los mejores –o los más amenazantes o significativos- momentos del libro de Tatsumi son opacos y casi invisibles donde planean la sombra omnipresente y modélica del maestro Osamu Tezuka, el cine como epifanía, el descubrimiento candoroso del héroe de los abismos que puede encerrar tanto el sexo como la página en blanco. Por supuesto, nada mejor que ese candor. Mal que mal, en un mundo donde casi todo es el dejavú de otra cosa, vale la pena contemplar el proceso del mismo Tatsumi, empecinado en inventarse un arte nuevo: el de la viñeta como despeñadero, el del futuro como una infinidad de historias esperando ser dibujadas o contadas.

el apocalipsis en un vaso de martini



No sé por qué, pero recordé los viejos cómics de Serge Clerc que publicaban en la Metal Hurtlant española. Busqué mi copia de "La noche del Mocambo" pero no la encontré. Me encantaba. Siempre me gustó más Clerc que Yves Chaland, aunque Chaland hiciera chistes sobre sindicatos, rompehuelgas y líos espaciales de todo tipo. Clerc era más terrenal: un noir ligero donde ironizaba con la tradición de la historia del rock a ratos. Pero había algo más. Como pocos, Clerc sabía que eso era era solo la cáscara, que lo que importaba era que el rock era el ruido que tapaba la soledad de sus personajes. Eso me gustaba quizás por las mismas razones en que me parecía impostado lo que hacía Daniel Torres, por hermoso que fuese. La melancolía de Clerc no tenía desperdicio: playas vacías, espías tristes, canciones rotas de otro tiempo, atardeceres donde el apocalipsis aparecía en el reflejo de un vaso de martini.